"Cementerio de Trasmoz - Zaragoza"
Fotos de Alicia Genzor y Manu Genzor
A los pies del castillo que domina la población, se encuentra el pequeño cementerio de Trasmoz que inspiró a Gustavo Adolfo Bécquer, cuando se acercó hasta ese lugar durante su estancia en Veruela, algunas de las más bellas páginas escritas por el gran poeta sevillano.

De Trasmoz volvió Gustavo presto a renacer, sin sueños de gloria, con una medida de las cosas nueva, lejana de sus aspiraciones de antaño. Detrás quedaba un largo invierno en aquellas tierras se prolonga de indecisiones.
Nuevos proyectos no tardarían en agolparse en su mente, pero más mesurados y realistas. Gustavo Adolfo ya no se juzgaba poeta y no sentía su imaginación llena de risueñas fábulas.

Un vivir más modesto se abría ante él, convencido de “que de lo que vale, de lo que es algo, no ha de quedar ni un átomo aquí.”
Por estos caminos polvorientos, de esencial rudeza, paseó Gustavo su frágil silueta de andaluz errante. De corazón estoico y elevada conciencia de sí mismo, su amplia y luminosa frente enmarcada entre los abundantes, negros y rizados cabellos, supo transmutar en bello todo cuanto meditó su genio.

Desde el “cementerio chico” de Trasmoz, realizó una de las reflexiones sobre la muerte más bellas y de más alta pluma jamás escritas, uniendo de forma indeleble estas tierras del Moncayo con aquellas otras de sus Sevilla natal, en sueños juveniles de inmortalidad poética.
El poeta que tenía especial aversión por los grandes camposantos de las ciudades quedó  cautivado por el encanto del lugar, dejándonos este admirable testimonio: “Es imposible ni  aun concebir un sitio más agreste, más solitario y más triste, con una agradable tristeza, que  aquél. Nada habla allí de la muerte con ese lenguaje enfático y pomposo de los epitafios;  nada la recuerda de modo que horrorice con el repugnante espectáculo de sus atavíos y  despojos. Cuatro lienzos de tapia humilde, compuestos de arena amasada con piedrecillas de  colores, ladrillos rojos y algunos sillares cubiertos de musgo en los ángulos, cercan un  pedazo de tierra, en el cual la poderosa vegetación de este país, abandonada á sí misma,  despliega sus silvestres galas con un lujo y una hermosura imponderables.

Al pie de las  tapias y por entre sus rendijas, crecen la hiedra y esas campanillas de color de rosa pálido  que suben sosteniéndose en las asperezas del muro hasta trepar a los bardales de heno, por  donde se cruzan y se mecen como una flotante guirnalda de verdura. La espesa y fina hierba  que cubre el terreno y marca con suave claro-oscuro todas sus ondulaciones, produce el  efecto de un tapiz bordado de esas mil florecillas cuyos poéticos nombres ignora la ciencia, y  sólo podrían decir las muchachas del lugar, que en las tardes de Mayo las cogen en el halda  para engalanar el retablo de la Virgen.

Allí, en medio de algunas espigas, cuya simiente acaso trajo el aire de las eras  cercanas, se columpian las amapolas con sus cuatro hojas purpúreas y descompuestas: las  margaritas blancas y menudas, cuyos pétalos arrancan uno a uno los amantes, semejan  copos de nieve que el calor no ha podido derretir, contrastando con los dragoncillos corales y  esas estrellas de cinco rayos amarillas é inodoras que llaman de los muertos, las cuales  crecen salpicadas en los campo-santos entre las ortigas, las rosas de los espinos, los cardos  silvestres y las alcachoferas puntiagudas y frondosas.

Una brisa pura y agradable mueve las  flores, que se balancean con lentitud, y las altas hierbas, que se inclinan y levantan a su  empuje como las pequeñas olas de un mar verde y agitado. El sol resbala suavemente sobre  los objetos, los ilumina ó los trasparenta, aumentando la intensidad y la brillantez de sus tintas,  y parece que los dibuja con un perfil de oro para que destaquen entre sí con más limpieza. 

Algunas mariposas revolotean de acá para allá haciendo en el aire esos giros extraños que  fatigan la vista que inútilmente se empeña en seguir su vuelo tortuoso; y mientras las abejas  estrechan sus círculos zumbando alrededor de los cálices llenos de perfumada miel, y los  pardillos picotean los insectos que pululan por el bardal de la tapia, una lagartija asoma su  cabeza triangular y aplastada y sus ojos pequeños y vivos por entre sus hendiduras, y huye  temerosa á guarecerse en su escondite al menor movimiento”.
¿De dónde vengo?... El más horrible y áspero
de los senderos busca;
las huellas de unos pies ensangrentados
sobre la roca dura;
los despojos de un alma hecha jirones
en las zarzas agudas,
te dirán el camino
que conduce a mi cuna.

¿Adónde voy? El más sombrío y triste
de los páramos cruza,
valle de eternas nieves y de eternas
melancólicas brumas;
en donde esté una piedra solitaria
sin inscripción alguna,
donde habite el olvido,

allí estará mi tumba.
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